Dos monjes peregrinos llegaron a una ciudad donde había una joven esperando bajarse de su palanquín. La lluvia había hecho grandes charcos y ella no podía cruzar sin estropearse sus prendas de ropa de seda. Permaneció entonces allí, mirando enfadada e impaciente, mientras regañaba a sus sirvientes, que no tenían donde dejar los paquetes que llevaban, así que no podían ayudarla a cruzar los charcos.
El más joven de los monjes se dio cuenta de la situación, pero siguió andando y no dijo nada. Entonces, el viejo monje la subió a su espalda, la llevó a través del agua, y la dejó al otro lado. Ya a salvo, ella simplemente lo apartó de su camino y se fue sin tan siquiera agradecérselo.
Mientras continuaban con su camino, el más joven estaba preocupado dándole vueltas al asunto. Después de varias horas, incapaz de aguantar más su silencio, dijo en voz alta:
—¡Aquella mujer era una egoísta y una maleducada, pero tú la cargaste sobre tu espalda y la llevaste! ¡Y ni siquiera te lo agradeció!
Entonces, el viejo monje le replicó al joven:
—Dejé a la mujer hace horas. ¿Por qué tú sigues cargando con ella?
—¿Crees que has cargado suficiente?
—Sí
—Bien pues sigamos el camino.